Yacaré
Dejad que Horacio Quiroga os lleve por un mundo tan verde como infernal, tan paraíso como laberinto; sentid en los Cuentos de la selva aquella vorágine de la que hablaba otro grande, sin que encontréis remisión ni reducción a vuestra realidad urbana o rural, humana en fin, sino una realidad solo inteligible si fuerais habitantes de la selva, sapiens o no. De hecho, para Quiroga tan personajes son hombres como bestias, o, quizá, tan parte del entorno unos y otros, con la excepción del hombre civilizado, dependiente de las máquinas y de su racionalidad (la de las máquinas y la humana) y siempre derrotado.
Para resolver el trance de la Y, Quiroga nutre de, al menos, dos posibilidades que me han dejado huella: la historia del perrillo Yaguaí, un fox terrier cuya inútil lucha con las ratas del maizal es la del colono solitario ante la naturaleza, y un cuento famoso para muchos escolares, La guerra de los yacarés. Un paréntesis divulgativo.
Es el yacaré (Caiman yacare) un cocodriliano de buen tamaño del Nuevo Mundo, que habita en las cuencas selváticas boliviana, paraguaya y del límite entre Argentina y Brasil. Se caza furtivamente y se cría para hacer calzado de mal gusto, billeteras de las gordas y ponerlo a la plancha en los restaurantes europeos más imbéciles.
Son ríos como el Paraná las vías que pudieron tomar los españoles y portugueses para profundizar en el continente, ante la impenetrabilidad de la jungla, y en esos ríos descubrieron a los yacarés, poco menos antiguos que los grandes saurios africanos. En ese punto cuenta Quiroga la historia: los primeros barcos de vapor asustan a los pobladores del río, y los yacarés se quedan sin alimento, así que deciden bloquear la corriente con troncos que van acarreando; eso desata el conflicto, pues un buque de guerra, tras un diálogo amenazante, responde a cañonazos, destruyendo la barrera, y así una y otra vez, burlándose de los yacarés, hasta que estos deciden recurrir a un viejo enemigo, el Surubí, que les presta nada menos que ¡un torpedo! Los belicosos saurios hunden el barco y el yacaré más viejo se come a un oficialito (única víctima humana) que se había burlado de él; luego, con su sable y cordones se pasea orgulloso el Surubí, ante el pasmo de los yacarés. Acaba así: “...los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas. Pero no quieren saber nada de buques de guerra.”
Resulta curioso como Quiroga construye una narración de ingenuidad ecológica (en principio semejante a algunos relatos infantilistas que padecemos en la realidad educativa actual), pero con algunos ingredientes que, por suerte, lo alejan del papanatismo, como el uso de armamento letal, la adaptación al medio humano y el personal enfrentamiento entre el viejo yacaré y el oficialito que acaba masticado.