Zoorrelatos
Escrito por Miguel Ángel Paniagua Escudero, sábado 21 de diciembre de 2013 , 23:31 hs , en Animación a la lectura

Zooliteratura

 

En fábulas y relatos fantásticos encontramos caracteres animales que no son sino personas con pezuñas y pellejos, representantes de las miserias humanas disfrazados de animalillos simpáticos o malvados con el simple objeto de venderlos mejor a los niños.

De aquellas fábulas proviene la empalagosa consideración actual de los animales como objetos que adornan relatos de sentimientos y etología humanos: el buen oso Piloso, el benéfico delfín Fermín, la constante tortuga Buga-buga, la hormiga que quiere ser ella misma Fuencisla, el problemático murciélago adolescente Vicente, la princesa mariposa Fashionosa, el machista orangután violento Norberto, el marabú moralizante Cargante.

En nuestra literatura contemporánea, sin embargo, fue apareciendo una nueva manera de tratar la materia zoológica centrada en lo inexplicable de la conducta animal, el misterio de lo salvaje y el simbolismo oculto de la vida irracional para el lector. Gracias a escritores que aman al realidad y no tienen por qué disfrazarla, encontramos en todas las letras del alfabeto animales cuya auténtica zoología es reflejada sin complejos.

                                  

Por ejemplo, desde la misma letra Z se nos aparece el mismísimo zorro (Vulpes vulpes), carnívoro oportunista, maestro del engaño para los escritores de moraleja clásica, el maese Renard de las narraciones medievales francesas. No hay ningún otro animal que haya sido visto con la misma consideración que un humano, pero muy a menudo no con la parcialidad de las fábulas (zorro astuto o que se pasa de listo), sino con la complejidad de un auténtico personaje.

 En las leyendas japonesas se nos muestra al zorro con esa desconcertante y enigmática personalidad, nada humana, por otra parte, como se ve en una de las más antiguas leyendas: un hombre en búsqueda de la belleza femenina encuentra, de forma misteriosa, a una mujer que satisface su ideal, con la que desposa y que le da un hijo. Ese hombre tiene un perro que gruñe y muestra una enemistad cada vez mayor hacia la mujer, hasta que, un día poco después del nacimiento del niño, el perro se abalanza contra la reciente madre que, sorprendida, cobra su forma auténtica de zorro y huye. El hombre, ecuánime, considera que, aun siendo responsable del engaño, no deja de ser la madre de su hijo y decide llamarla y admitirla en su lecho cuando, cada noche, regresa en forma humana al hogar. En el envidiable folklore japonés, los zorros viven entre nosotros en forma humana aunque mantienen sus vínculos con la naturaleza.

Esa ambigüedad zorruna se ha mantenido en nuestro idioma en cuanto al género: el raposo o la raposa, el zorro o la zorra por igual, eran los enemigos del gallinero, aunque ahora hiera nuestros oídos la consideración sexista. Y más ambiguo es su hábitat, pues abunda cerca de donde viven sus enemigos humanos: en el límite entre polígonos industriales y matorrales, cerca de basureros y de granjas de pollos, pero también de madrigueras de conejos. Cuando cruza la carretera, pelirrojo y de gran cola, ¿quién diría que vive de ser discreto? Por último, así de próximo a nosotros habita el zorro de El principito de Antoine de Saint-Exupéry, el que enseña al protagonista que lo esencial es invisible para los ojos, y que el amor duele pero llena la vida. 



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