Las gallináceas tienen tres problemas para su supervivencia: son malas voladoras, sus machos suelen ser demasiado vistosos y, además, están muy ricas. Lo único que pueden hacer es vivir en la espesura del bosque y tener unas manifestaciones durante el celo muy explosivas pero breves. La especie que mejor crió tuvo la suerte de ser elegida para servir a la humanidad: la gallina o gallo (Gallus gallus domesticus), que resulta ser la especie de ave más extendida y numerosa o, dicho de otro modo, nuestra principal fuente de proteínas.
Dejando a un lado las implicaciones ecológicas de esto, lo que me interesa ahora es el papel literario del macho. Recuerdo un cuento de Leopoldo Alas Clarín que da título a un volumen de relatos: El gallo de Sócrates, que hace referencia a su vez a una leyenda sobre el filósofo griego. Cuando estaba a punto de morir, Sócrates dijo sus últimas palabras a su discípulo Critón: “Debemos un gallo a Esculapio; no olvides pagar la deuda”. Para unos, se trataba de una manifestación postrera de respeto a las leyes, porque el dios de la Medicina debía sanar a la ciudad de Atenas, o bien porque no era la enfermedad la razón de su muerte (fue obligado a suicidarse), o quizá por creer que la muerte era la suprema curación de los males que la vida le hacía sufrir, etc. Clarín tiene una mucho mejor visión de un Sócrates que, fiel a su forma de ser, no evita la ironía ni siquiera en el último trance, y se ríe de Critón, que sale como un pollo sin cabeza en busca de un gallo, lo encuentra y resulta que es el del sofista Gorgias y que, además, habla como si de su dueño se tratara...
Pero está ese otro gallo al que debemos referirnos en este año de la muerte de Gabriel García Márquez, que es el de su novela El coronel no tiene quien le escriba, relato sobre la soledad de quien mantiene la fe en sus ideales, o sobre la desesperanza, o sobre la espera eterna, o la mala fortuna... En fin, es un gallo de pelea en el que el viejo coronel abandonado de todos ha puesto sus esperanzas. La riña de gallos, que aparece también en Cien años de soledad como tradición y pasión masculina, está prohibida en España por esas cosas de la vida, pero en muchos países latinoamericanos es considerada una parte de la herencia cultural y tal. En muchos se permite el uso de espolones metálicos para que la sangre impregne los billetes de los apostantes. En fin, todos los gallos de pelea acaban mal, y es mejor reteorcerles antes el pescuezo para que al menos sirvan para hacer sopa, como bromeaba Gabo al hablar sobre las interpretaciones que le hacían a la novela.