En medio de la lucha, el caudillo maya Tecún Umán logró clavar su lanza en el flanco del caballo del capitán Pedro de Alvarado, creyendo que así eliminaba el espíritu guardián del temible extranjero y, por tanto, cercenaba su poder casi divino.
Sin embargo, poco antes de ser abatido por el español y con el pecho oprimido por la triste certeza, el maya tuvo la revelación de que el fenómeno que tanto asustaba a los guerreros no era más que un animal, que aquellos diablos acorazados no eran más que hombres y que su quetzal, que sobrevolaba perdido el campo de batalla, no sería en el futuro nada más que un símbolo de su esplendor derrotado.
Ilustración: Quetzal dorado (Pharomachrus fulgidus)