Por cada mil gorriones hay un jilguero y por cada cien jilgueros hay un ruiseñor (Luscinia megarynchos). Si bien nada en la biología o comportamiento del ave permita que sea catalogado como enemigo del género humano, la falsa etimología medieval que origina la terminación en “señor” (cuando lusciniolum > russiniol) explica que este cantor nocturno fuera el “malvado ruiseñor” que acosa a la pobre calandria en la Fontefrida del romance. Aparte de esta aparición negativa, el ruiseñor ha sido considerado por la tradición culta como el símbolo de una manera de entender la materia poética y sentimental, algunos dirían que nada menos que la corriente central de la lírica occidental, desde Petrarca a Juan de la Cruz, a Shakespeare y a Ronsard. Por no hablar de su protagonismo en todo tipo de cuentos en los que representa la pureza, la sencillez y la belleza que se les asocia.
Su canto, variado y sonoro, es de lo más amable que existe en la naturaleza, aunque contraste con la escasa brillantez de su plumaje, y se oye principalmente antes del amanecer, la hora más amorosa. Por otro lado, su hábitat es similar al del hombre y está extendido por gran parte del Viejo Mundo (nota: el pájaro de Matar un ruiseñor es un sinsonte americano); así pues, arte, misterio, amor, cercanía humana y cosmopolitismo conforman esa materia lírica de la que hablaba.
El extremo, para el que quiera anegarse en sentimentalismo, es un cuento de Oscar Wilde: El ruiseñor y la rosa. En él, el pobre pájaro sacrifica su maravilloso arte y su vida para que brille el amor de un joven... lo justo para ser pisoteado. Sentimentalismo infantilmente masoquista el del gran Wilde (o masoquismo sentimentalmente infantil o infantilismo masoquistamente sentimental, qué más da).
Antes de eso, había llegado el Romanticismo y la célebre Oda al ruiseñor de John Keats, que lo toma como símbolo del yo poético, de la eternidad del arte y del espíritu sublime, ni más ni menos. El poeta inglés se quiso referir al eterno pájaro de Ovidio (el que escribió en sus Metamorfosis la melancolía de Filomela, violada, amputada, asesina sádica y, para terminar con su triste paso por la vida, transformada en ruiseñor) y de Rut (la extranjera del libro homónimo de la Biblia que siente nostalgia de su hogar), como esencia de la naturaleza interpretada por el hombre en tono de melancolía. Jorge Luis Borges, hablando de Keats, da un paso más al tomarlo como ejemplo diríamos existencialista de la eternidad y la ubicuidad del ser especie, es decir, un ruiseñor cantando es todos los ruiseñores de la historia humana y el ruiseñor de cada soto vecino al hogar de todas las personas.
Ya está Filomela vengada, pero en nada se corresponden estos textos con el tono zooliterario que busco si no fuera por Coleridge, que, en su poema conversacional The Nightingale, más viejo y menos famoso que la oda de Keats, os presenta un paisaje nocturno, estático y placentero, en el que el ruiseñor empieza su canto. Recuerda al juicio de Milton sobre el pajarillo: “Most musical, most melancholy”, y desecha esa asignación porque “In nature there is nothing melancholy” ¡Bien por el gran Samuel! Que los noctívagos de corazón desgarrado quieran que todos los sonidos cuenten el relato de su propio sufrimiento es lo que hizo al ruiseñor ser llamado melancólico, dice Coleridge, y a los poetas repetir para deleite de los jóvenes urbanos los pesares de Filomela.
Llama entonces el autor a observar al pájaro que canta sin miedo y sin descanso, y que abunda sobre todo en bosquecillos poco frecuentados, donde juega con su virtuosismo y donde podríais ver sus ojos brillando a la luz de la luna, ofreciendo sus cantos a los paseantes solitarios. Acaba refiriéndose a su hijo de pocos meses, del que espera que sea un compañero de juegos de la misma naturaleza, mientras lo acostumbra a calmar su llanto nocturno con las canciones del ruiseñor, liberado, por el momento, de la vieja carga melancólica.
Ilustración: El canto del ruiseñor a medianoche y la lluvia matinal, de Joan Miró.