En general, los cuervos son pájaros que dan mala espina, probablemente porque son los más inteligentes, o, al menos, los más parecidos a nosotros de los animales que nos rodean, y por eso es significativo que les tengamos ojeriza: no nos gusta reconocer nuestros comportamientos en seres tan disímiles. El hecho es que, al contrario de otros pájaros, tienen el miedo justo a los seres humanos, por lo que abundan en nuestro entorno; de ellos, uno de los más hermosos es la urraca (Pica pica, de ahí su nombre noroccidental “pega”), que tiene la desgracia de mostrar toda su belleza solo si es capturada o abatida. Entonces es cuando puede contemplarse su plumaje caudal irisado, con predominio de tonos azules, en lugar del blanco y negro aparente.
Además de su mala imagen común a otros córvidos, la urraca es especialmente rechazada en Europa, excepto en Newcastle, que yo sepa, porque se supone que roba (como en La gazza ladra, ópera de Rossini, o Las joyas de la Castafiore, cómic de Hérgé), miente, abusa de los pajarillos, es avara y hasta tiene malas connotaciones para el cristianismo (ver Wikipedia).
La urraca x es maligna para casi todos, pues, sin gran fundamenteo científico (quizá nos moleste su grito discordante y su vuelo torpe), por lo que merece la pena destacar los escasos papeles positivos que encarna, como es el caso de su divertida aparición en Mi familia y otros animales, obra autobiográfica-naturalista-humorística de Gerald Durrell, en la que participan en el británico caos de la familia asentada en Corfú. Esta novela-documento, al igual que otras del autor, es muy recomendable desde el punto de vista animalístico, pues no olvidemos que se trata de la obra de un naturalista muy dedicado a la divulgación científica, pero además está narrada desde el punto de vista de un niño más curioso que civilizado y en el entorno de una familia cuyas extravagancias provocan más de una carcajada.
Sin embargo, al hablar de esta ave, sobre todo recuerdo un cuento de Ignacio Aldecoa que la retrata claramente, titulado “La urraca cruza la carretera”, del libro de 1959 Del corazón y otros frutos amargos. Es muy breve, pero resume muy bien la amargura del trabajador en una sociedad brutalmente desigual mediante algunos comentarios de los miembros de una cuadrilla de obreros que descansan de la reparación de una carretera un día caluroso. Pasa un coche caro, con ocupantes elegantes y reaccionan: uno se queja al borde de la indignación, otro se resigna, otro expresa su envidia, otro se irrita sin saber por qué... El momento de armonía humana que siempre otorga el reposo de una tarea colectiva se rompe y el trabajo se presenta como explotación injusta, sin horizonte y envilecedora. Una urraca domina la escena, contempla a los hombres desde lo alto de un espino y vuela sobre la carretera, olvidándolos al instante. El ave recuerda que la vida sigue, o, mejor dicho, el tiempo continúa por encima de los sinsabores humanos. El animal elegido por el gran observador de la naturaleza humana y no humana que fue Aldecoa es la urraca, convertida así en el símbolo de la indiferencia del tiempo hacia el sufrimiento y el anhelo humano. Ellas se nos acercan sin miedo y nosotros, que preferimos que los animales nos rehúyan, las consideramos mensajeras del mal y las tememos, solo porque nos recuerdan que la naturaleza puede seguir sin nosotros.